ANTONIO ÁLVAREZ VECI

PER ABBAT

LA NOVELA



SINOPSIS

Un emocionante relato épico de venganza, violencia, amor y lealtad, enmarcado en la ignota composición del manuscrito cumbre de nuestra literatura medieval, el Cantar de Mio Cid.

Burgos, año 1207.
Un hombre ha conseguido ocultar su identidad tras los muros de San Pedro de Cardeña, pero sus días cambiarán sin remisión cuando el destino y el azar se confabulen para encargarle una delicada tarea: inmortalizar la figura de Rodrigo Diaz de Vivar como ejemplo de buen caballero castellano. Una misión que lo obligará a revivir su terrible pasado y que resucitará su sed de justicia.

¿QUÉ ENCONTRARÁS ENTRE ESTAS PÁGINAS?

Historia de la Edad Media peninsular, en la que el autor se ha atrevido a entreverar la plausible historia de un monje que existió y perpetuó su nombre por los siglos de los siglos: PER ABBAT.

LEE UN FRAGMENTO



  • 1. CAPÍTULO I


    El abad subió a zancadas las escaleras, de dos en dos, con tal destreza que nadie hubiera supuesto su edad ni la leve cojera que padecía desde niño. Era bajito, delgado, rozando ya una vejez que aún dejaba entrever unas espaldas anchas y una musculatura forjada por las actividades y pitanzas realizadas en otros tiempos, más allá de los muros del monasterio, lejos de la frugalidad, el ayuno y la oración a los que se había sometido voluntariamente en los últimos años. Sentía latir el corazón en la garganta y en su cabeza se arremolinaban mil pensamientos, mil recuerdos, mil dudas y una sola realidad patente y aterradora: lo habían descubierto. Habían pasado casi dos lustros ya desde que pensó que tomando los hábitos Dios perdonaría todos sus pecados y atrocidades, que la redención vendría de la mano de la renuncia al mundo, pero no fue así. En su fuero interno sabía que nuestro Señor pedía arrepentimiento y propósito de enmienda como premisas ineludibles, y él lo había hecho con todos y cada uno de sus actos impíos a excepción de uno, el que ahora parecía venir a buscarlo.

    Llegó presuroso a su celda, se sentó en el jergón y fijó la vista en la pared encalada. Poco más había en la estancia aparte de un pequeño arcón para guardar los negros hábitos y un crucifijo colgado sobre la cabecera del camastro. Estaba rabioso…, furioso con su Señor ¿Por qué después de tanta renuncia, de tanta penitencia, de tanto sacrificio, lo ponía de nuevo entre la espada y la pared? ¿Por qué le había hecho pensar que todo iba bien y le había regalado el honor de llegar a ser abad de Cardeña? ¿Por qué hacía reaparecer fantasmas del pasado? Pero, sobre todo, ¿por qué, en lugar de castigarlo definitivamente por su pecado, ponía en sus manos la posibilidad de encumbrar a la podredumbre que lo originó?

  • 2. CAPÍTULO VI


    Sin mediar más palabra y aún ausente, se levantó, salió por la puerta del refectorio y deambuló por el claustro. El suelo, de enormes losas de piedras, que tantas veces había recorrido con la mirada baja y la mente sumida en rezos, se le antojó ese día más frío, más lítico y yermo que de costumbre. Las junturas, como si de cicatrices se trataran, se hallaban rellenas de mugre, polvo y tierra, como las heridas mal cerradas de su alma. Un alma helada, pétrea, muerta y cubierta de laceraciones encostradas.

    Se detuvo en el quinto capitel que, sobre un robusto fuste, era parte del ornamento de la panda levantina, en la que se situaban la biblioteca y el scriptorium, y por la que, en las tardes soleadas, se filtraba una deliciosa luz anaranjada y cálida. Conocía de memoria cada detalle de aquel capitel: en la cara frontal aparecía la escena de un combate a caballo entre dos jinetes. Uno de ellos caía hacía atrás al ver su lanza partida contra el escudo de su oponente. El otro, aprovechando la fallida carga del primero, hundía su pica en el cuello de la montura de su contrincante. El hueco entre ambos se ocupaba con la imagen de un soldado con la cabeza separada del tronco. Tras el guerrero que caía de su rocín un segundo caballero cabalgaba a su zaga, y tras el vencedor se representaba una escueta escena de lucha a pie entre un hombre armado con una maza y otro con una espada. Aquella piedra, a diferencia de la del suelo, tenía vida. El rampar de los caballos, el cuerpo cayendo hacía atrás y la lanza quebrada lo- graban que el altorrelieve tuviera movimiento a pesar del estatismo del soporte. A los ojos de Per aquella escultura rozaría la perfección si no fuera por un pequeño detalle: la inversión de las sensaciones. En batalla el tiempo se volvía eterno y en el recuerdo posterior se revivía con una extraña ralentización que rozaba la quietud a pesar de la esencia frenética del momento y de la acción. Justo al contrario de lo que transmitía el capitel, capaz de dotar de dinamismo a la esencia estática de la piedra. Per entró en el scriptorium.

    A Minaya Álvar Fáñez matáronle el caballo;
    bien lo socorren mesnadas de cristianos;
    la lanza ha quebrado, a la espada metió mano;
    aunque de pie, buenos golpes va dando.
    Violo mío Cid, Ruy Díaz el castellano,
    acercose a un alguacil, que tenía buen caballo
    diole tal golpe de espada con el su diestro brazo,
    que cortole por la cintura y el medio echó al campo;
    a Minaya Álvar Fáñez, íbale a dar el caballo:
    ¡Cabalgad Minaya, vos sois mi diestro brazo!


    Así había sido también en su vida, tal y como curiosamente relataba el capitel. Como si Dios hubiera querido que el antiguo letrado jamás olvidara los días de sangre y barbarie que intentaba resarcir entre los muros de aquel monasterio, tanto sumido en la escritura como orando en la iglesia y meditando por el claustro.

    Él, evidentemente, tenía la certeza de que era imposible partir por la cintura de un solo mandoble un cuerpo cubierto con cota de malla. Ni el más fuerte de todos los brazos lo habría logrado, pero le pareció una imagen grandilocuente que anidaría en la mente del lector necio para mayor ensalzamiento del Cid. El cerebro avezado, curtido y vivido, sabría interpretarlo en su correcto modo: siendo un reflejo casi gráfico del plus de energía y fuerza sobrehumana que otorga Dios, sin duda, cuando el peligro se cierne, no ya sobre uno mismo, sino sobre una persona amada. Él, en aquella batalla camino de Morella, lo sintió por primera vez. Aunque tenía al alcance de su mano el comienzo de su venganza, aguijó la montura, cambió su objetivo y corrió a socorrer a quien él mismo ya llamaba «su anaia», su hermano, Fernán de Gama. Aquel día apretó la lanza y embistió al caballero castellano que, en carga, se disponía a intentar rematar a su descalabrado lugarteniente. Lo interceptó en diagonal, y tal fue la fuerza del impacto que el hidalgo salió volando de su caballo con la lanza de Per ensartada dos palmos en su costado. Ni su buena cota de malla pudo amortiguar el hierro de la pica, que quedó perdida para siempre incrustada en aquel costillar. Fernán, raudo de reflejos, saltó sobre el cuello del caballo con el fin de detenerlo y, una vez conseguido, lo montó. Aunque sin lanza, la ventaja en batalla que otorgaba una montura era importante. Por sí misma era un arma temible bajo las piernas, capaz de embestir, pisotear, cocear…, y eso sin tener en cuenta que dotaba al jinete de una posición en altura desde la que pelear con superioridad contra la infantería y en igualdad contra cualquier otro caballero. Per recordó cómo en aquel mismo momento había constatado que, tras meses juntos, aquel trasmerano de tez curtida y pelo castaño, a pesar de sus formas bruscas y su carencia casi absoluta de moral, se había convertido en alguien muy importante para él, en alguien querido. Jamás se lo llegó a decir, pero desde aquel instante el sobrenombre que la mesnada había empezado a utilizar con sorna para el de Gama, casi ridiculizando el habla extraña de Íñigo de Oca, cobraba también para Per un sentido real, palpable y tangible: mi anaia.

  • 3. CAPÍTULO IV


    El de Gama no sólo había enseñado el uso de las armas al joven letrado huido, sino también un sinfín de tretas, argucias y ardides para obtener ventaja tanto ofensiva como defensivamente. Además, como quien no quería la cosa, tenía la facilidad de saber qué hacer en cada momento para exprimir las capacidades de su tropa y anular sus defectos. Sus historias de hoguera sobre el Cid se enmarcaban en ese punto. A través de ellas imponía a los hombres unas formas de conducta, dirigía sus aspiraciones, inflamaba sus deseos, condicionaba sus ideas y pensamientos… Llegaba incluso a preparar- los para la barbarie de la lucha exponiendo en sus relatos toda clase de detalles escabrosos: degollamientos, evisceraciones, amputaciones…, baños de sangre y tripas que anidaban en el imaginario de sus oyentes normalizándose, convirtiéndose en algo cotidiano, en resultados a obtener para poder constatar la grandeza de las lides vividas. A veces lo hacía relatando inhumanas gestas y otras, las más, incluyendo pequeños detalles. Pocas historias contaba, fueran del Cid o de cualquier otro guerrero heroico, en las que no introdujera la simple alusión a un codo goteando sangre enemiga. Todo soldado curtido había vivido esa imagen y, si algún novato aún no lo había hecho, la viviría en su primera batalla constatando cómo su espada se iba a ir tiñendo de rojo y como ese líquido iría, poco a poco, empapando la guarda…, la empuñadura…, el guante…, el antebrazo…, hasta caer gota a gota por el codo. Fernán añadía en ocasiones:

    ―Si ves la sangre goteando desde tu codo…, sigues en pie. Ha sido una gran batalla. Una gran batalla de la que has salido vivo y, seguramente, victorioso.

    Per siempre admiró la capacidad de su amigo y mentor para convertir la bestialidad en virtud, para transformar el miedo en salvajismo orate y para potenciar con sus ademanes e historias un hermanamiento casi sagrado entre su mesnada, un hermanamiento de sangre y… sangriento.

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    PROFUNDIZANDO

    Muchas son las teorías sobre la autoría del Cantar de Mio Cid. Unos afirman que debió de ser un letrado no muchas décadas después de la muerte del Campeador, otros que hubo de ser un clérigo, e incluso hay quien sostiene, no sin mucho desatino, que fueron dos manos diferentes las que obraron su composición. No es mi intención, ni lo ha sido nunca, entrar en diatribas sobre la cuestión. Simplemente, y buscando fines muy distintos, he utilizado el único nombre propio asociado a la creación del poema: Per Abbat. Con él he pretendido construir un personaje ficticio y lo he enmarcado en un contexto histórico tan fehaciente como mis conocimientos y el arduo proceso de documentación me han permitido plasmar. Sin embargo, la propia inexistencia del protagonista me ha posibilitado convertirlo en herramienta para, página a página, ir realizando una relectura, análisis y reflexión sobre la obra cumbre del medievo peninsular y sobre la propia figura de Rodrigo Díaz de Vivar.

    Nada hay en esta novela que no sea sabido ya por cualquier historiador o filólogo con un mínimo de formación y con un necesario amor por el conocimiento y por la ciencia, pero sí hay todo un corpus de cuestiones ignotas por el conjunto de la sociedad. Una sociedad que ha sido bombardeada sistemáticamente por versiones tergiversadas de la realidad histórica cuyo único fin ha sido fundamentar conceptos, usos, valores e ideologías contemporáneas. Esta manipulación, como a estas alturas todo lector intuirá, no se ha dado exclusivamente en torno al Cid, sino que es un mal extendido a casi la totalidad del conocimiento pretérito, de tal manera que cualquier ciudadano de a pie no conoce su historia, sino que ha visto, oído y estudiado la versión de la Historia que otros han considerado oportuna y, además, narrada tal y cómo otros han decidido que es conveniente relatarla.

    Los porqués de tales devenires en la divulgación del pasado no me corresponde a mi elucubrarlos ni detallarlos en este escrito. Que cada uno saque las conclusiones que considere acertadas. Pero lo que sí creo que me corresponde, como parte activa de la sociedad y como individuo privilegiado que ha tenido la suerte de acceder a una educación medianamente profusa, es exponer una praxis cuya semilla es innata en todo hombre y mujer y que, por desgracia, en multitud de ocasiones se ve castrada por el encorsetamiento y la unidireccionalidad de un sistema educativo mediocre. Esa praxis no es otra que el pensamiento crítico: la capacidad que tenemos para investigar, indagar, explorar…, para darle vueltas a cualquier asunto hasta conseguir aprehenderlo, para afrontar un tema desde varios puntos de vista, para leer entre líneas y descubrir los porqués y paraqués de todo hecho…, la capacidad de poner en cuarentena cualquier conocimiento aprendido, para comprobar, por nosotros mismos y a través del estudio y la razón, si se ajusta o no a la verdad o si, por el contrario, se ha visto modificado, simplificado o tergiversado en función de intereses totalmente ajenos a lo que debería ser o es nuestra vida.

    La esencia de esta novela, por encima del relato, radica en ser un breve ejercicio lúdico que refleje ese proceso, esa puesta en marcha del pensamiento crítico que todos, incluido por supuesto yo, deberíamos acostumbrarnos a activar en multitud de ocasiones y ante infinidad de cuestiones. Sólo así conseguiremos ser más sabios, más plenos, más difícilmente manipulables y, por ende y sobre todo, más libres.


    ANTONIO ÁLVAREZ VECI
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